María Santísima y la piedad de S. Francisco
Constantino Koser, o.f.m.
[Constantino Koser, O.F.M., María Santísima y la piedad de San Francisco, en Idem, El pensamiento franciscano.Madrid, Ed. Marova, 1972, pp. 59-70].
Constantino Koser, o.f.m.
El intenso amor a Cristo-Hombre, tal como lo practicó San Francisco y como lo dejó en herencia a su Orden, no podía dejar de alcanzar a María Santísima. Las razones del corazón católico y de la caballerosidad de San Francisco lo llevaban al amor encendido de la Madre de Dios. «Su amor para con la bienaventurada Madre de Cristo, la purísima Virgen María, era de hecho indecible, pues nacía en su corazón, cuando consideraba que ella había transformado en hermano nuestro al mismo Rey y Señor de la gloria y que por ella habíamos merecido alcanzar la divina misericordia. En María, después de Cristo, ponía toda su confianza. Por eso la escogió por abogada suya y de sus religiosos, y ayunaba en su honor devotamente desde la fiesta de San Pedro y San Pablo hasta la fiesta de la Asunción» (LM 9,3).
San Francisco no es solamente un santo muy devoto, muy afecto a la Madre de Dios, sino uno de los santos en quien la piedad mariana se manifiesta con una floración original y singular, sin que por ello se aparte en lo más mínimo de las líneas marcadas por la Iglesia. La Edad Media, de la cual es hijo San Francisco, tuvo una piedad mariana llena de los más suaves encantos, porque estaba fundada íntegramente en la nobleza de los sentimientos y en la cortesía de las actitudes de los caballeros. Los caballeros se consideraban paladines de la honra y de la gloria de María Santísima. En general, respetaban en las mujeres a la Madre de Dios, habiendo introducido así costumbres suaves y delicadas en una época de la Historia que fue excesivamente guerrera y dura. Las reinas y emperatrices santas de esta época deben su santidad, y no en último término, a la presión que sobre ellas ejercían la mentalidad caballeresca de su tiempo y la piedad mariana. Esta mentalidad y esta piedad las protegía y envolvía y les exigía un comportamiento que facilitaba mucho la práctica de las virtudes eminentemente femeninas y cristianas. Es cierto que el caballero ideal fue muy raro en la realidad, pero todos tenían el ideal ante los ojos y siempre era presentado de nuevo con los más vivos colores y con las más estimulantes exhortaciones. En consecuencia, muchísimos aspiraban a ello; todos lo tenían en cuenta como altamente deseable y así influía en todos poderosamente.
San Francisco, que en su concepción específica de la vida religiosa partía de este ideal, y que consideraba a los suyos como «caballeros de la Tabla Redonda» (EP 72), cultivó con esmero y con toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes caballerescos y condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y delicado en la vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre de Dios. Derivada del amor a Dios y a Cristo, orientada por el Evangelio y vaciada en los moldes y costumbres de la caballería medieval que él transportó a una sobrenaturalidad, pureza y fuerza singularísimas, esta piedad mariana del santo Fundador es parte integrante de lo que legó a su Orden y que en ésta fue cultivada con esmero. San Francisco hizo de los caballeros de Madonna Povertà los paladines de los privilegios y de la honra de la Madre de Cristo.
Las fuentes de la vida y de la espiritualidad de San Francisco son unánimes en narrar cómo la iglesita de la Porciúncula -minúscula, pobre y abandonada en el valle al pie de Asís, iglesita de Nuestra Señora de los Ángeles-, atraía las atenciones de San Francisco y le ataba a dedicarse a ella. Atrajo sus atenciones cuando estaba para cumplir, según la interpretación que él le daba, la orden de Cristo de reconstruir la santa Iglesia. El edificio amenazaba ruinas. San Francisco puso manos a la obra y en poco tiempo, con piedras y cal de Madonna Povertà restauró la estructura de la capilla: «Viéndola (la capilla) San Francisco en tan ruinoso estado, y movido por su indecible y filial afecto a la Soberana Reina del Universo, se detuvo allí con el propósito de hacer cuanto le fuese posible para su restauración... En este lugar fijó su morada, movido a esto por su reverencia a los santos ángeles, y mucho más por su entrañable amor a la Bendita Madre de Cristo» (LM 2,8). La obra del santo no fue muy artística, ya que él trabajaba más con los medios de la santa pobreza que con la regla y la escuadra. Pero sí la hizo firme, de acuerdo con su devoción. Quizá nunca jamás dedicó mayor amor a una obra en su vida. Esta sencilla y pobre capillita tornóse en lugar predilecto para el santo. Allí hacía sus largas vigilias, allí rezaba, allí tuvo visiones de los ángeles y santos, de Cristo, de la Virgen Madre. Con toda ternura amaba la pobreza de este lugar, incluyendo la capillita en el amor que dedicaba a la Señora de los Ángeles. Allí mismo, en esta capillita, formó la Orden Franciscana, allí formó los primeros compañeros, allí edificó el primer convento, allí vistió el hábito a Santa Clara, allí celebró los primeros Capítulos Generales. De sus peregrinaciones apostólicas volvía siempre a este lugar con grande añoranza e inmensa alegría. Si acaso él tuvo residencia, ésa fue la Porciúncula.
Amaba tanto la capillita de Nuestra Señora, que determinó que fuera la casa central de la Orden que iba creciendo. Y casa central, en el pensamiento de San Francisco, no era una curia, dotada de mucho personal y de todos los recursos administrativos propios de una obra de tal envergadura, sino el cuartel general de la pobreza y la humildad, del celo seráfico y de la disciplina rígida, envuelta en una simple y discreta alegría. Pidió que allí, en el santuario de la indulgencia inaudita que él alcanzó de Cristo y de los Papas por intercesión de María Santísima, fueran colocados pocos frailes, dedicados a la oración y a la contemplación (EP 55). Con el correr de los tiempos muchos frailes menores vivieron efectivamente así en ese lugar y allí se santificaron, aprovechándose de las reglas de rigurosa disciplina y clausura que facilitan la vida de contemplación y de virtud.
Después de haber sido marcado por Cristo con las señales gloriosas pero dolorosas de la Pasión, San Francisco regresó a la Porciúncula. De allí volvió a partir para predicar, pero siempre regresaba. Los frailes, preocupados por su salud delicada, le obligaron a que permitiera ser llevado a donde mejor podían atender al tratamiento que exigía su estado. Así, pues, cuando estaba para terminar el tiempo que Dios le había concedido, y que él sabía cuándo iba a tener fin, San Francisco pidió que lo llevasen nuevamente a la capillita de la Virgen de los Ángeles. Y a la sombra de la iglesita entregó su alma a Dios en ese tránsito incomparable que fue el suyo (1 Cel 97ss).
María Santísima, tan agraciada por Dios, posee encantos mil, y su semejanza con su Hijo Divino es tan rica, que un corazón humano no puede venerar de una sola vez todas las prerrogativas que se acumularon en ella gracias a la generosidad divina. De ahí la posibilidad de las más variadas devociones a la Virgen, la posibilidad de que cada cual la venere y ame bajo el aspecto que más lo conmueve, que más lo inflama.
De acuerdo con la orientación fundamental de la piedad que cultivaba, San Francisco sobre todo vio en María las prerrogativas máximas, las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (Saludo a la B.V.M.). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y sierva del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...» (Antífona del OfP).
Son éstas, sin duda, las prerrogativas más misteriosas y menos accesibles para la pobre mente humana, pero al mismo tiempo son también la fuente de todo lo demás en María Santísima; más aún: son las mayores prerrogativas que en ella se pueden considerar. Quien consigue inflamar en ellas su corazón está de hecho muy aprovechado en el camino de la virtud, de la abnegación, de la desnudez espiritual, del recogimiento; está ya muy cerca del amor puro y casto de Dios. Como en la actitud franciscana delante de Dios, también aquí la espiritualidad seráfica conduce a las más altas cumbres, a los más estrechos y solitarios caminos, manda bordear los más peligrosos precipicios. No por espíritu de aventura, ni por amor a la singularidad y a la extravagancia, ni siquiera por un falso amor propio y por vanidad, y sí por amor profundo y caballeresco a Dios Uno y Trino y a esa mera creatura que el poder divino aproximó más a su misterio. Un franciscano no retrocede ante las dificultades en este camino, pues es el camino del amor seráfico, del amor que no mide dificultades ni peligros, que no calcula expensas y ganancias, del amor que única y exclusivamente tiene en vista a la persona amada.
Así amó San Francisco. Su amor esclarecido con ciencia infusa y la gracia divina lo llevaron derecho a los misterios más profundos y más difíciles, a los más llenos de oscuridad para el espíritu humano, pero al mismo tiempo más llenos de Dios y por lo mismo más llenos de estímulos para el amor. Estos estímulos, por tanto, no podían ser aprovechados con la mera inteligencia. La mente humana por sí sola es incapaz de esta empresa y no es el arma con la cual se forzará la entrada a esta plaza fuerte de las prerrogativas trinitarias de María Santísima. El arma apropiada es el amor que secunda la inteligencia iluminada por la fe. Solamente el amor que a cada paso que da se enciende nuevo y más fuerte; que, por así decirlo, saborea todos los términos que se usan y todas las proposiciones que se descubren, solamente este amor es capaz de percibir el verdadero valor de sentir los fortísimos y altísimos estímulos; solamente este amor es capaz de aprovechar las energías casi infinitas, escondidas en estas recónditas verdades de la santa fe. No es, pues, de admirar que el seráfico santo y todos sus verdaderos imitadores hayan sentido los más fuertes atractivos precisamente hacia este misterio de la Virgen santa.
María está en una especial e íntima relación de Hija y de Sierva respecto del Eterno Padre. ¿Podrá un mortal, pobre y ciego en el amor, medir lo que significan para la Madre de Dios estas palabras en su sentido especial: Hija y Sierva del Eterno Padre? ¡Cuánta ternura, cuánto ardor, cuánta dedicación, cuánta generosidad, cuánta caridad y gracia sobrenatural, cuánta sublimidad y grandeza, cuánta preferencia no se ocultan en estos términos tan simples! San Francisco procuraba entenderlos, a semejanza de lo que hacía la propia Virgen Madre: «María conservaba todo esto y lo meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Hacía los más constantes esfuerzos para que estas palabras: Hija y Sierva del Eterno Padre, no fuesen únicamente la proposición de palabras frías, sino un foco de luz y calor para su alma. En la realidad significada estas palabras son fuego, fuego ardiente de luz y calor. Los hombres, infelices, tienen la triste posibilidad de neutralizar las copiosas y ardentísimas energías que dimanan de este misterio, privando las palabras de su proporcional repercusión en la mente. San Francisco, con seriedad y tenacidad, con comprensión siempre más profunda, con calor e interés cada vez más intensos, logró que el torrente vivo de amor de este misterio se derramase en su alma.
Madre del Verbo Eterno. Si el término «Hija y Sierva» ya contiene de por sí dulzuras inmensas y fuerzas incalculables, mucho más es lo que adivina y con razón el alma de San Francisco al oír este otro término mariano: «Madre». Realmente Dios en su sabiduría infinita supo encontrar un medio para hacer de una creatura su Madre, Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Hizo que las entrañas purísimas de esta creatura concibiesen y que de ellas naciese el cuerpo humano, dotado de alma humana por creación omnipotente de Dios y unido sustancialmente, en la unidad de persona, al Verbo Eterno, desde el más primitivo instante de la concepción. De esta forma la Virgen se convirtió en Madre de Dios en el mismo sentido real y completo en que otras mujeres son madres de sus hijos, simples hombres. Nada, absolutamente nada, falta de los elementos que de hecho constituyen la maternidad. Como otras madres son madres de sus hijos en aquello que estrictamente significa ser madre, así María es Madre de Dios. Como las otras madres no lo son únicamente del cuerpo que de ellas proviene por causalidad física, sino que lo son del individuo, de la persona toda que de hecho dan a luz, de la misma forma María Santísima es Madre de Cristo todo, Dios y Hombre, en la unidad de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y así, en sentido verdadero y real, no metafóricamente, ella es Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Solamente Dios mismo podía idear y concretar maravilla tan sublime. Mediante esta maravilla establecióse entre la Virgen y su Dios -que es su Hijo- la intimidad singular que existe entre Madre e Hijo: el amor maternal es en María un amor teologal.
San Francisco intentaba comprender lo que esto significa para la Virgen. Intentaba asociarse respetuosamente a los ardores del amor que ardía en su corazón. Intentaba medir la sublimidad de su posición. Intentaba medir los tesoros que la infinita riqueza de Dios había depositado en el alma de su santa Madre. Consideraba amorosamente, embebido, que toda la ternura del más amoroso corazón de Madre era el ejercicio de la virtud teologal de la caridad infusa, dirigida directamente a su Dios, porque este Dios es realmente su Hijo. ¡Qué felicidad indecible para una creatura, poder en esta forma dirigir directa y totalmente a Dios toda la fuerza natural del amor maternal, sin impedimento y sin restricción! ¡Cuántos no serán los méritos de tan inmenso amor! ¡Cuántas no serían las riquezas que de instante en instante acumulaba el alma bendita de la Virgen! San Francisco, en su amor, sentíase feliz de ver esta felicidad, esta riqueza, esta gloria y esta honra de María. Y también se sentía feliz de alcanzar a través de este camino que el oculto misterio de la Santísima Trinidad fuera más accesible a su alma. Entraba por esta «Puerta del Cielo» para entrever, ofuscado, el misterio de amor de la relación entre Padre e Hijo. Así aprovechaban a su caballero las riquezas de María Santísima. Ella, tan rica, no tiene necesidad de guardar celosamente sus prerrogativas. Si ellas aprovechan a sus hijos, más la glorificarán a ella. Por eso, no en vano la liturgia le acomoda las palabras de la Sabiduría, enseñando así que ella misma aprendió a amar en sus prerrogativas: «Aprendí (la Sabiduría) sin falsedad, y sin envidia la comunico, y no escondo su santidad. Es un tesoro infinito para los hombres. Los que de ella usaren se harán partícipes de la amistad de Dios, recomendados por los dones de la disciplina» (Sab 8,13-14). «Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor y de la santa esperanza. En Mí está la gracia de todos los caminos y las virtudes, en Mí toda la esperanza de la vida y de la virtud» (Ecl 24,24-25). Nada difícil es verificar cómo operaron estas acomodaciones litúrgicas en la mente de San Francisco respecto de su piedad marial. Para convencerse de esto basta considerar las palabras con las cuales se refiere a María Santísima, por ejemplo en la oración arriba citada (Saludo a la B.V.M.).
El título de Esposa del Espíritu Santo producía también en San Francisco una dulzura y una dignidad sublimísima. Todas las almas son esposas del Espíritu Santo, pero María lo es, sin embargo, en un sentido completamente peculiar, en un sentido intensísimo, que fue suficiente para que la revelación apropiase al Espíritu Santo la obra de la fecundación del seno virginal de la Madre de Dios en la hora de la Encarnación: Spiritus Altissimi obumbrabit te, «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), le explicó el Arcángel. Y cuando la Virgen dijo su «Hágase» (Lc 1,38), celebróse el supremo matrimonio místico del cual participa como esposa una mera creatura. ¿Qué son todos los arrobos experimentados por almas santas en los matrimonios místicos, en comparación con este de la Virgen Madre? Ningún otro ha tenido por fruto la Encarnación del Verbo Eterno, ningún otro ha tenido por fruto el Cuerpo santísimo de Cristo Jesús, el Verum corpus, natum de Maria Virgine. Ningún otro, por lo mismo, estableció lazos tan íntimos entre el Esposo divino y el alma agraciada. Ningún otro trajo consigo elevación tan alta, consagración tan sublime, plenitud tan completa y perfecta. El matrimonio divino de la Virgen de Nazaret es singularísimo, único en el más estricto sentido de la palabra. Todos los demás son indudablemente gracias sublimes e inmerecidamente grandes, pero no llegan nunca a formar sino una unión mística y un cuerpo místico, un miembro del Cuerpo Místico de Cristo y, dentro del conjunto de todos, el Cuerpo Místico como tal. El matrimonio divino de María tuvo en cambio como fruto el Cristo físico, y ella misma se convirtió, no solamente en miembro, sino en Madre y Reina de todo el Cuerpo Místico, causa meritoria de todos los demás matrimonios místicos con que fueron agraciadas las creaturas racionales: ángeles y hombres. Su matrimonio no es únicamente más íntimo, más profundo, más amplio, más proficiente, más sublime y más real, sino que se distingue de los demás por su cualidad: forma como una especie aparte en este orden sobrenatural de las relaciones con Dios. Este título significa para la Virgen una intimidad sin par con Dios, una dulzura infinita de sus relaciones, una elevación singularísima e incomprensiblemente alta.
San Francisco no tradujo estas verdades en términos teológicos. Las entrevió a su modo; fueron para él una puerta más para penetrar en el misterio trinitario, un motivo más para amar a la Virgen. Tenía presentes las palabras que la Iglesia aplica a María Santísima: El Esposo divino que dice a la Esposa: «¡Cómo eres bella, amiga mía, cómo eres bella!» (Cant 4,1). Y la Esposa, María Santísima, que dice: «Su izquierda bajo mi cabeza, su diestra me abraza» (Cant 8,3). El santo intentaba comprender respetuosamente esta intimidad de amor. Sabía, y esto lo colmaba de indecible dulzura, que a semejanza de esta intimidad, también para él era el amor del Esposo divino y que María es Madre del amor santo y hermoso: «Yo soy la Madre del amor hermoso... Quien me oye no se confundirá. Los que obran por Mí, no pecarán. Los que me esclarecen tendrán la vida eterna» (Ecl 24,24; 30-31). ¡Qué transportes de alegría y de amor no sacaría de estas sublimes verdades!
Contemplando estas maravillas, ya no se admiraba San Francisco de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hubiesen adornado a la Virgen de prerrogativas singularísimas y estupendas. Contemplaba principalmente la plenitud de gracias, la plenitud de virtudes y la plenitud de poder. Si en esta consideración preferencial de los privilegios se tiene en cuenta la mentalidad caballeresca del santo, también se pone de manifiesto su seguro tino teológico: concentróse sobre las prerrogativas marianas que fluyen en línea recta de las relaciones con la Santísima Trinidad. ¿Cómo podría el Padre Eterno no adornar a su Hija de todos los dones de la santidad? ¿Cómo podría el Hijo, el Verbo Eterno, no conceder a su Madre todos los privilegios que pudieran ponerse en ella? ¿Cómo podría el Espíritu Santo tenerla como Esposa, sin hacerla al mismo tiempo Señora y Reina del Universo? Hasta parece que estas prerrogativas no son sino el complemento de aquellas otras, las relaciones especiales de las Divinas Personas. San Francisco escogió bien y coherentemente. Procuraba penetrar más y más en el sentido de estas prerrogativas, para que se transformasen en otros tantos motivos de amor y de celo caballeresco a Dios y a su santa Madre.
La devoción marial fue para San Francisco lo que debe ser según la intención divina: una escuela de virtudes. Son tantas las virtudes de la Virgen, que no caben en el alma de cada uno de sus hijos, por lo cual es necesario escoger. San Francisco escogió, orientado aún en esto por su espíritu de caballero y por su piedad trinitaria, principalmente tres centros, tres focos de toda virtud moral. Se extasiaba con la virginidad: Hija Virgen del Eterno Padre, éste le conservó milagrosamente la virginidad cuando la hizo Madre de su Hijo. Madre de Cristo, la Virgen practicó la virtud de la pobreza -y San Francisco encantóse en contemplar la pobreza de la Virgen, la más fiel imagen de la pobreza de Cristo-. Casi siempre la excelsa Madonna Povertà se confunde en San Francisco con la imagen de la Madre de Dios. Finalmente lo llenaba de ternura la contemplación del amor de la Virgen Esposa del Espíritu Santo, y así desembocaba en este centro de toda su espiritualidad: el amor, siempre el amor.
Esta imagen característica de María en la mente de San Francisco tenía que llevarlo también a una piedad mariana de cuño característico. Y fue así. Por encima de todo se esforzó en imitar el amor que el Eterno Padre consagra a su Hija predilecta y singular. San Francisco ardió en amor a María, amor sublime, amor casto, amor intenso y fuerte, amor que no conocía límites, amor que no retrocedía ante las dificultades, amor que le dictaba las más sublimes y arriesgadas proezas de virtud en la glorificación y en la imitación de la Virgen María. Imitó también con el mismo celo seráfico la veneración filial de Cristo para con su Madre. Considerábase hijo de esta Madre de Dios y le dedicó toda la ternura que un corazón tan bien formado como el suyo puede dedicar a Madre tan sublime y amorosa. Correspondió también al modo peculiar del amor del Esposo divino, dedicado a María, todo y sin reserva, sobrenaturalizado e intensificado, todo el amor que los caballeros dedicaban a la Esposa de sus soberanos. Amor intrépido, inquebrantable, fiel, casto y respetuoso. Por todas partes defendió las prerrogativas de la Madre de Dios, las engrandeció, le conquistó los corazones, inflamó en amor mariano las voluntades, colmó de amor filial a las almas, puso en todos los labios la oración celestial del «Ave María».
Hijos de este caballero intrépido de la Madre de Dios, herederos de su piedad y de su teología mariana, es preciso que los franciscanos cultiven el amor a la Virgen. Arda fuerte e inflame en sus corazones el celo por María y la piedad mariana de cuño franciscano.
San Francisco no es solamente un santo muy devoto, muy afecto a la Madre de Dios, sino uno de los santos en quien la piedad mariana se manifiesta con una floración original y singular, sin que por ello se aparte en lo más mínimo de las líneas marcadas por la Iglesia. La Edad Media, de la cual es hijo San Francisco, tuvo una piedad mariana llena de los más suaves encantos, porque estaba fundada íntegramente en la nobleza de los sentimientos y en la cortesía de las actitudes de los caballeros. Los caballeros se consideraban paladines de la honra y de la gloria de María Santísima. En general, respetaban en las mujeres a la Madre de Dios, habiendo introducido así costumbres suaves y delicadas en una época de la Historia que fue excesivamente guerrera y dura. Las reinas y emperatrices santas de esta época deben su santidad, y no en último término, a la presión que sobre ellas ejercían la mentalidad caballeresca de su tiempo y la piedad mariana. Esta mentalidad y esta piedad las protegía y envolvía y les exigía un comportamiento que facilitaba mucho la práctica de las virtudes eminentemente femeninas y cristianas. Es cierto que el caballero ideal fue muy raro en la realidad, pero todos tenían el ideal ante los ojos y siempre era presentado de nuevo con los más vivos colores y con las más estimulantes exhortaciones. En consecuencia, muchísimos aspiraban a ello; todos lo tenían en cuenta como altamente deseable y así influía en todos poderosamente.
San Francisco, que en su concepción específica de la vida religiosa partía de este ideal, y que consideraba a los suyos como «caballeros de la Tabla Redonda» (EP 72), cultivó con esmero y con toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes caballerescos y condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y delicado en la vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre de Dios. Derivada del amor a Dios y a Cristo, orientada por el Evangelio y vaciada en los moldes y costumbres de la caballería medieval que él transportó a una sobrenaturalidad, pureza y fuerza singularísimas, esta piedad mariana del santo Fundador es parte integrante de lo que legó a su Orden y que en ésta fue cultivada con esmero. San Francisco hizo de los caballeros de Madonna Povertà los paladines de los privilegios y de la honra de la Madre de Cristo.
Las fuentes de la vida y de la espiritualidad de San Francisco son unánimes en narrar cómo la iglesita de la Porciúncula -minúscula, pobre y abandonada en el valle al pie de Asís, iglesita de Nuestra Señora de los Ángeles-, atraía las atenciones de San Francisco y le ataba a dedicarse a ella. Atrajo sus atenciones cuando estaba para cumplir, según la interpretación que él le daba, la orden de Cristo de reconstruir la santa Iglesia. El edificio amenazaba ruinas. San Francisco puso manos a la obra y en poco tiempo, con piedras y cal de Madonna Povertà restauró la estructura de la capilla: «Viéndola (la capilla) San Francisco en tan ruinoso estado, y movido por su indecible y filial afecto a la Soberana Reina del Universo, se detuvo allí con el propósito de hacer cuanto le fuese posible para su restauración... En este lugar fijó su morada, movido a esto por su reverencia a los santos ángeles, y mucho más por su entrañable amor a la Bendita Madre de Cristo» (LM 2,8). La obra del santo no fue muy artística, ya que él trabajaba más con los medios de la santa pobreza que con la regla y la escuadra. Pero sí la hizo firme, de acuerdo con su devoción. Quizá nunca jamás dedicó mayor amor a una obra en su vida. Esta sencilla y pobre capillita tornóse en lugar predilecto para el santo. Allí hacía sus largas vigilias, allí rezaba, allí tuvo visiones de los ángeles y santos, de Cristo, de la Virgen Madre. Con toda ternura amaba la pobreza de este lugar, incluyendo la capillita en el amor que dedicaba a la Señora de los Ángeles. Allí mismo, en esta capillita, formó la Orden Franciscana, allí formó los primeros compañeros, allí edificó el primer convento, allí vistió el hábito a Santa Clara, allí celebró los primeros Capítulos Generales. De sus peregrinaciones apostólicas volvía siempre a este lugar con grande añoranza e inmensa alegría. Si acaso él tuvo residencia, ésa fue la Porciúncula.
Amaba tanto la capillita de Nuestra Señora, que determinó que fuera la casa central de la Orden que iba creciendo. Y casa central, en el pensamiento de San Francisco, no era una curia, dotada de mucho personal y de todos los recursos administrativos propios de una obra de tal envergadura, sino el cuartel general de la pobreza y la humildad, del celo seráfico y de la disciplina rígida, envuelta en una simple y discreta alegría. Pidió que allí, en el santuario de la indulgencia inaudita que él alcanzó de Cristo y de los Papas por intercesión de María Santísima, fueran colocados pocos frailes, dedicados a la oración y a la contemplación (EP 55). Con el correr de los tiempos muchos frailes menores vivieron efectivamente así en ese lugar y allí se santificaron, aprovechándose de las reglas de rigurosa disciplina y clausura que facilitan la vida de contemplación y de virtud.
Después de haber sido marcado por Cristo con las señales gloriosas pero dolorosas de la Pasión, San Francisco regresó a la Porciúncula. De allí volvió a partir para predicar, pero siempre regresaba. Los frailes, preocupados por su salud delicada, le obligaron a que permitiera ser llevado a donde mejor podían atender al tratamiento que exigía su estado. Así, pues, cuando estaba para terminar el tiempo que Dios le había concedido, y que él sabía cuándo iba a tener fin, San Francisco pidió que lo llevasen nuevamente a la capillita de la Virgen de los Ángeles. Y a la sombra de la iglesita entregó su alma a Dios en ese tránsito incomparable que fue el suyo (1 Cel 97ss).
María Santísima, tan agraciada por Dios, posee encantos mil, y su semejanza con su Hijo Divino es tan rica, que un corazón humano no puede venerar de una sola vez todas las prerrogativas que se acumularon en ella gracias a la generosidad divina. De ahí la posibilidad de las más variadas devociones a la Virgen, la posibilidad de que cada cual la venere y ame bajo el aspecto que más lo conmueve, que más lo inflama.
De acuerdo con la orientación fundamental de la piedad que cultivaba, San Francisco sobre todo vio en María las prerrogativas máximas, las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (Saludo a la B.V.M.). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y sierva del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...» (Antífona del OfP).
Son éstas, sin duda, las prerrogativas más misteriosas y menos accesibles para la pobre mente humana, pero al mismo tiempo son también la fuente de todo lo demás en María Santísima; más aún: son las mayores prerrogativas que en ella se pueden considerar. Quien consigue inflamar en ellas su corazón está de hecho muy aprovechado en el camino de la virtud, de la abnegación, de la desnudez espiritual, del recogimiento; está ya muy cerca del amor puro y casto de Dios. Como en la actitud franciscana delante de Dios, también aquí la espiritualidad seráfica conduce a las más altas cumbres, a los más estrechos y solitarios caminos, manda bordear los más peligrosos precipicios. No por espíritu de aventura, ni por amor a la singularidad y a la extravagancia, ni siquiera por un falso amor propio y por vanidad, y sí por amor profundo y caballeresco a Dios Uno y Trino y a esa mera creatura que el poder divino aproximó más a su misterio. Un franciscano no retrocede ante las dificultades en este camino, pues es el camino del amor seráfico, del amor que no mide dificultades ni peligros, que no calcula expensas y ganancias, del amor que única y exclusivamente tiene en vista a la persona amada.
Así amó San Francisco. Su amor esclarecido con ciencia infusa y la gracia divina lo llevaron derecho a los misterios más profundos y más difíciles, a los más llenos de oscuridad para el espíritu humano, pero al mismo tiempo más llenos de Dios y por lo mismo más llenos de estímulos para el amor. Estos estímulos, por tanto, no podían ser aprovechados con la mera inteligencia. La mente humana por sí sola es incapaz de esta empresa y no es el arma con la cual se forzará la entrada a esta plaza fuerte de las prerrogativas trinitarias de María Santísima. El arma apropiada es el amor que secunda la inteligencia iluminada por la fe. Solamente el amor que a cada paso que da se enciende nuevo y más fuerte; que, por así decirlo, saborea todos los términos que se usan y todas las proposiciones que se descubren, solamente este amor es capaz de percibir el verdadero valor de sentir los fortísimos y altísimos estímulos; solamente este amor es capaz de aprovechar las energías casi infinitas, escondidas en estas recónditas verdades de la santa fe. No es, pues, de admirar que el seráfico santo y todos sus verdaderos imitadores hayan sentido los más fuertes atractivos precisamente hacia este misterio de la Virgen santa.
María está en una especial e íntima relación de Hija y de Sierva respecto del Eterno Padre. ¿Podrá un mortal, pobre y ciego en el amor, medir lo que significan para la Madre de Dios estas palabras en su sentido especial: Hija y Sierva del Eterno Padre? ¡Cuánta ternura, cuánto ardor, cuánta dedicación, cuánta generosidad, cuánta caridad y gracia sobrenatural, cuánta sublimidad y grandeza, cuánta preferencia no se ocultan en estos términos tan simples! San Francisco procuraba entenderlos, a semejanza de lo que hacía la propia Virgen Madre: «María conservaba todo esto y lo meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Hacía los más constantes esfuerzos para que estas palabras: Hija y Sierva del Eterno Padre, no fuesen únicamente la proposición de palabras frías, sino un foco de luz y calor para su alma. En la realidad significada estas palabras son fuego, fuego ardiente de luz y calor. Los hombres, infelices, tienen la triste posibilidad de neutralizar las copiosas y ardentísimas energías que dimanan de este misterio, privando las palabras de su proporcional repercusión en la mente. San Francisco, con seriedad y tenacidad, con comprensión siempre más profunda, con calor e interés cada vez más intensos, logró que el torrente vivo de amor de este misterio se derramase en su alma.
Madre del Verbo Eterno. Si el término «Hija y Sierva» ya contiene de por sí dulzuras inmensas y fuerzas incalculables, mucho más es lo que adivina y con razón el alma de San Francisco al oír este otro término mariano: «Madre». Realmente Dios en su sabiduría infinita supo encontrar un medio para hacer de una creatura su Madre, Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Hizo que las entrañas purísimas de esta creatura concibiesen y que de ellas naciese el cuerpo humano, dotado de alma humana por creación omnipotente de Dios y unido sustancialmente, en la unidad de persona, al Verbo Eterno, desde el más primitivo instante de la concepción. De esta forma la Virgen se convirtió en Madre de Dios en el mismo sentido real y completo en que otras mujeres son madres de sus hijos, simples hombres. Nada, absolutamente nada, falta de los elementos que de hecho constituyen la maternidad. Como otras madres son madres de sus hijos en aquello que estrictamente significa ser madre, así María es Madre de Dios. Como las otras madres no lo son únicamente del cuerpo que de ellas proviene por causalidad física, sino que lo son del individuo, de la persona toda que de hecho dan a luz, de la misma forma María Santísima es Madre de Cristo todo, Dios y Hombre, en la unidad de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y así, en sentido verdadero y real, no metafóricamente, ella es Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Solamente Dios mismo podía idear y concretar maravilla tan sublime. Mediante esta maravilla establecióse entre la Virgen y su Dios -que es su Hijo- la intimidad singular que existe entre Madre e Hijo: el amor maternal es en María un amor teologal.
San Francisco intentaba comprender lo que esto significa para la Virgen. Intentaba asociarse respetuosamente a los ardores del amor que ardía en su corazón. Intentaba medir la sublimidad de su posición. Intentaba medir los tesoros que la infinita riqueza de Dios había depositado en el alma de su santa Madre. Consideraba amorosamente, embebido, que toda la ternura del más amoroso corazón de Madre era el ejercicio de la virtud teologal de la caridad infusa, dirigida directamente a su Dios, porque este Dios es realmente su Hijo. ¡Qué felicidad indecible para una creatura, poder en esta forma dirigir directa y totalmente a Dios toda la fuerza natural del amor maternal, sin impedimento y sin restricción! ¡Cuántos no serán los méritos de tan inmenso amor! ¡Cuántas no serían las riquezas que de instante en instante acumulaba el alma bendita de la Virgen! San Francisco, en su amor, sentíase feliz de ver esta felicidad, esta riqueza, esta gloria y esta honra de María. Y también se sentía feliz de alcanzar a través de este camino que el oculto misterio de la Santísima Trinidad fuera más accesible a su alma. Entraba por esta «Puerta del Cielo» para entrever, ofuscado, el misterio de amor de la relación entre Padre e Hijo. Así aprovechaban a su caballero las riquezas de María Santísima. Ella, tan rica, no tiene necesidad de guardar celosamente sus prerrogativas. Si ellas aprovechan a sus hijos, más la glorificarán a ella. Por eso, no en vano la liturgia le acomoda las palabras de la Sabiduría, enseñando así que ella misma aprendió a amar en sus prerrogativas: «Aprendí (la Sabiduría) sin falsedad, y sin envidia la comunico, y no escondo su santidad. Es un tesoro infinito para los hombres. Los que de ella usaren se harán partícipes de la amistad de Dios, recomendados por los dones de la disciplina» (Sab 8,13-14). «Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor y de la santa esperanza. En Mí está la gracia de todos los caminos y las virtudes, en Mí toda la esperanza de la vida y de la virtud» (Ecl 24,24-25). Nada difícil es verificar cómo operaron estas acomodaciones litúrgicas en la mente de San Francisco respecto de su piedad marial. Para convencerse de esto basta considerar las palabras con las cuales se refiere a María Santísima, por ejemplo en la oración arriba citada (Saludo a la B.V.M.).
El título de Esposa del Espíritu Santo producía también en San Francisco una dulzura y una dignidad sublimísima. Todas las almas son esposas del Espíritu Santo, pero María lo es, sin embargo, en un sentido completamente peculiar, en un sentido intensísimo, que fue suficiente para que la revelación apropiase al Espíritu Santo la obra de la fecundación del seno virginal de la Madre de Dios en la hora de la Encarnación: Spiritus Altissimi obumbrabit te, «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), le explicó el Arcángel. Y cuando la Virgen dijo su «Hágase» (Lc 1,38), celebróse el supremo matrimonio místico del cual participa como esposa una mera creatura. ¿Qué son todos los arrobos experimentados por almas santas en los matrimonios místicos, en comparación con este de la Virgen Madre? Ningún otro ha tenido por fruto la Encarnación del Verbo Eterno, ningún otro ha tenido por fruto el Cuerpo santísimo de Cristo Jesús, el Verum corpus, natum de Maria Virgine. Ningún otro, por lo mismo, estableció lazos tan íntimos entre el Esposo divino y el alma agraciada. Ningún otro trajo consigo elevación tan alta, consagración tan sublime, plenitud tan completa y perfecta. El matrimonio divino de la Virgen de Nazaret es singularísimo, único en el más estricto sentido de la palabra. Todos los demás son indudablemente gracias sublimes e inmerecidamente grandes, pero no llegan nunca a formar sino una unión mística y un cuerpo místico, un miembro del Cuerpo Místico de Cristo y, dentro del conjunto de todos, el Cuerpo Místico como tal. El matrimonio divino de María tuvo en cambio como fruto el Cristo físico, y ella misma se convirtió, no solamente en miembro, sino en Madre y Reina de todo el Cuerpo Místico, causa meritoria de todos los demás matrimonios místicos con que fueron agraciadas las creaturas racionales: ángeles y hombres. Su matrimonio no es únicamente más íntimo, más profundo, más amplio, más proficiente, más sublime y más real, sino que se distingue de los demás por su cualidad: forma como una especie aparte en este orden sobrenatural de las relaciones con Dios. Este título significa para la Virgen una intimidad sin par con Dios, una dulzura infinita de sus relaciones, una elevación singularísima e incomprensiblemente alta.
San Francisco no tradujo estas verdades en términos teológicos. Las entrevió a su modo; fueron para él una puerta más para penetrar en el misterio trinitario, un motivo más para amar a la Virgen. Tenía presentes las palabras que la Iglesia aplica a María Santísima: El Esposo divino que dice a la Esposa: «¡Cómo eres bella, amiga mía, cómo eres bella!» (Cant 4,1). Y la Esposa, María Santísima, que dice: «Su izquierda bajo mi cabeza, su diestra me abraza» (Cant 8,3). El santo intentaba comprender respetuosamente esta intimidad de amor. Sabía, y esto lo colmaba de indecible dulzura, que a semejanza de esta intimidad, también para él era el amor del Esposo divino y que María es Madre del amor santo y hermoso: «Yo soy la Madre del amor hermoso... Quien me oye no se confundirá. Los que obran por Mí, no pecarán. Los que me esclarecen tendrán la vida eterna» (Ecl 24,24; 30-31). ¡Qué transportes de alegría y de amor no sacaría de estas sublimes verdades!
Contemplando estas maravillas, ya no se admiraba San Francisco de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hubiesen adornado a la Virgen de prerrogativas singularísimas y estupendas. Contemplaba principalmente la plenitud de gracias, la plenitud de virtudes y la plenitud de poder. Si en esta consideración preferencial de los privilegios se tiene en cuenta la mentalidad caballeresca del santo, también se pone de manifiesto su seguro tino teológico: concentróse sobre las prerrogativas marianas que fluyen en línea recta de las relaciones con la Santísima Trinidad. ¿Cómo podría el Padre Eterno no adornar a su Hija de todos los dones de la santidad? ¿Cómo podría el Hijo, el Verbo Eterno, no conceder a su Madre todos los privilegios que pudieran ponerse en ella? ¿Cómo podría el Espíritu Santo tenerla como Esposa, sin hacerla al mismo tiempo Señora y Reina del Universo? Hasta parece que estas prerrogativas no son sino el complemento de aquellas otras, las relaciones especiales de las Divinas Personas. San Francisco escogió bien y coherentemente. Procuraba penetrar más y más en el sentido de estas prerrogativas, para que se transformasen en otros tantos motivos de amor y de celo caballeresco a Dios y a su santa Madre.
La devoción marial fue para San Francisco lo que debe ser según la intención divina: una escuela de virtudes. Son tantas las virtudes de la Virgen, que no caben en el alma de cada uno de sus hijos, por lo cual es necesario escoger. San Francisco escogió, orientado aún en esto por su espíritu de caballero y por su piedad trinitaria, principalmente tres centros, tres focos de toda virtud moral. Se extasiaba con la virginidad: Hija Virgen del Eterno Padre, éste le conservó milagrosamente la virginidad cuando la hizo Madre de su Hijo. Madre de Cristo, la Virgen practicó la virtud de la pobreza -y San Francisco encantóse en contemplar la pobreza de la Virgen, la más fiel imagen de la pobreza de Cristo-. Casi siempre la excelsa Madonna Povertà se confunde en San Francisco con la imagen de la Madre de Dios. Finalmente lo llenaba de ternura la contemplación del amor de la Virgen Esposa del Espíritu Santo, y así desembocaba en este centro de toda su espiritualidad: el amor, siempre el amor.
Esta imagen característica de María en la mente de San Francisco tenía que llevarlo también a una piedad mariana de cuño característico. Y fue así. Por encima de todo se esforzó en imitar el amor que el Eterno Padre consagra a su Hija predilecta y singular. San Francisco ardió en amor a María, amor sublime, amor casto, amor intenso y fuerte, amor que no conocía límites, amor que no retrocedía ante las dificultades, amor que le dictaba las más sublimes y arriesgadas proezas de virtud en la glorificación y en la imitación de la Virgen María. Imitó también con el mismo celo seráfico la veneración filial de Cristo para con su Madre. Considerábase hijo de esta Madre de Dios y le dedicó toda la ternura que un corazón tan bien formado como el suyo puede dedicar a Madre tan sublime y amorosa. Correspondió también al modo peculiar del amor del Esposo divino, dedicado a María, todo y sin reserva, sobrenaturalizado e intensificado, todo el amor que los caballeros dedicaban a la Esposa de sus soberanos. Amor intrépido, inquebrantable, fiel, casto y respetuoso. Por todas partes defendió las prerrogativas de la Madre de Dios, las engrandeció, le conquistó los corazones, inflamó en amor mariano las voluntades, colmó de amor filial a las almas, puso en todos los labios la oración celestial del «Ave María».
Hijos de este caballero intrépido de la Madre de Dios, herederos de su piedad y de su teología mariana, es preciso que los franciscanos cultiven el amor a la Virgen. Arda fuerte e inflame en sus corazones el celo por María y la piedad mariana de cuño franciscano.
[Constantino Koser, O.F.M., María Santísima y la piedad de San Francisco, en Idem, El pensamiento franciscano.Madrid, Ed. Marova, 1972, pp. 59-70].
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